No suelo releer libros porque hay muchos olvidados
esperando en las estanterías. Pero con “El egiptólogo” he hecho una excepción,
a modo de prueba, y he vuelto a sentir la misma fascinación que la primera vez.
Me admiró aún más la inteligencia de Arthur Phillips para construir esta novela
laberítica, como una sólida pirámide asentada sobre una imaginación prodigiosa
y una habilidad de ventrílocuo para manejar las voces de la narración.
“El egiptólogo” podría definirse como un “thriller
histórico”, con tintes de humor negro; como un viaje impactante por la
psicología de los personajes, además de una delicia para los amantes del
antiguo Egipto.
En 1922, coincidiendo con el descubrimiento
de la tumba de Tutankamon, el protagonista, Ralph Trilipush, busca el
enterramiento de un supuesto faraón apócrifo, Atum-hadu, basándose en el
hallazgo de unos jeroglíficos. A través de las cartas que se cruzan, Phillips
nos descubre la personalidad de los personajes y su punto de vista, de una
manera absolutamente creíble. Lees cómo se desarrolla la historia, a través de
los ojos de cada uno, y asumes plenamente y con toda convicción, que lo que
cada uno cuenta es cierto. Y no siempre lo es. Como un jeroglífico, hay que
desentrañar lo que significan verdades supuestas, equivocaciones y mentiras
interesadas. En este libro “no lees entre
líneas: vives entre líneas”, tal como destacó la revista People.
Los protagonistas de las dos tramas
principales, que al final confluyen, son un detective australiano, Harrold
Ferrell, y el propio egiptólogo, Ralph Trilipush. Ferrell se nos presenta como un
tipo arrogante, cargado de prejuicios y carente de ciertos escrúpulos, que
simplifica la vida a su manera:
“No existen
más que cinco motivos para que un hombre haga algo: dinero, hambre, lujuria,
poder y supervivencia”.
Con similar arrogancia, pero más profundidad,
aparece el fascinante protagonista, el egiptólogo que busca la inmortalidad de
los antiguos faraones. En sus cartas, los apuntes de su libro y en su diario,
Trilipush habla con una voz ampulosa de erudito, como un megalómano y obsesivo aspirante
a la gloria; un ser elegido por el destino para ser recordado eternamente.
Trilipush planea incluso cómo lo describirá
su biógrafo y, en esa reflexión, deja ver parte de lo que su complejo personaje
esconde:
“¿Dónde está
el centro de nuestra vida, el corazón de
nuestro personaje, con todos los detalles? (…) Bajo una capa aparece otra y
luego otra, bajo cada velo de seda, más seda, bajo el polvo, más polvo, detrás
de una puerta, otra, y luego un sepulcro y un sarcófago exterior y uno interior
y la cobertura exterior de la momia y la máscara y los vendajes de lino y
luego… un negro esqueleto de apretada, crujiente piel, intacto pero sin
cerebro, hígado, pulmones, intestino y estómago. ¿Es ésta la verdad? O, ¿en
nuestra carrera para llegar a esta respuesta pasamos por encima de la humilde
verdad, la atropellamos, la cubrimos con el polvo de nuestro apresurado cavar?”
Más que leer, viviremos la transformación de
Trilipush, día a día: sus ansias intactas, fracaso tras fracaso, mientras
contemplaba los fastos del enorme descubrimiento de Howard Carter: “Vencer a pesar de las condiciones, y no
gracias a ellas”. Desde la lucidez primera
de su obsesión, hasta la locura y el delirio en la tumba, identificado con su supuesto
rey de Egipto. Sabremos que, en su verdadero ser, anidaba la aspiración de
crearse a sí mismo. Lo que más admiraba eran los hombres que triunfaron por su
propio esfuerzo: niños abandonados o maltratados que forjaron “un yo marcado por la fuerza y, más importante aún, por el estilo (...) No puede aceptarse nada heredado de un pasado inaceptable”
Equivocado y a toda costa, Trilipush consigue
sellar su historia de “autocreación” con entrañable locura y un final
impactante. Y sobre todo, consigue llegar a ser un personaje inmortal en la
memoria de los lectores. En la mía, tiene guardado un lugar de honor para
siempre.
Inolvidable, obra maestra.