Esta novela tiene nombre propio porque su
protagonista se convierte ante nuestros ojos en un personaje tan especial y
alejado de convencionalismos que deja huella en la memoria. La historia de la
pequeña Lucy comienza cuando tiene ocho años y acaba cuando ya es anciana, y en
ese viaje por su tiempo, mucho de ella, de su insólita forma de afrontar la
adversidad, nos atrapa, nos seduce y nos cala como la fina lluvia de su tierra
irlandesa.
William Trevor está considerado como uno de
los mejores narradores irlandeses vivos (comparable a James Joyce) y esta breve
novela, tan sencilla en apariencia, pero tan compleja en el fondo, demuestra
que en esta ocasión no se han excedido en las alabanzas. Trevor recrea la
belleza del entorno y lo convierte en un personaje más que se transforma y
enmarca el paso del tiempo, el carácter y el destino de los que lo
habitan. Y en cada una de sus palabras,
precisas y selectas, nada falta, nada es superfluo y sólo lo esencial construye
el legado de sensaciones que nos deja.
La historia de Lucy comienza en el año 1921,
cuando la casa de la familia Gault, en el condado irlandés de Cork, es atacada
por nacionalistas ingleses. Una noche, el capitán Gault hiere en el hombro a
uno de los asaltantes pero, ante el temor de que se repita el atentado, decide
abandonar su hogar, junto a su esposa Heloise y su hija Lucy. La pequeña, de
ocho años, profundamente apegada al lugar donde ha nacido, se escapa poco antes
de la partida. Una serie de coincidencias desafortunadas provocan que los Gault
crean que la niña se ha ahogado en el mar. Y para huir del dolor, inician un
peregrinaje por Europa, sin saber que Lucy es encontrada días después por los
aparceros que cuidan la finca.
Lucy crece con la convicción de que su fuga
es la causante de la marcha de sus padres y la fatalidad, el sufrimiento de
todos y su sentimiento de culpa determinarán su comportamiento. Especialmente,
por esa culpa rechazará al amor de su vida, asumirá el vacío de su existencia y
esperará en soledad el regreso de sus padres. Y lo hace sin dramatismos y sin
melodramas, tal como podría esperarse.
“Estaba tan
acostumbrada a ser distinta como lo estaba a sentirse sola. Tal vez fueran una
misma cosa; en cualquier caso, era una ridiculez preocuparse”.
Lucy espera y vive con una resignación
contenida y silenciosa, y en su comportamiento resume lo que, para mí, son los
dos grandes temas en el trasfondo de esta novela: la culpa y la incomunicación.
Ninguno de los personajes demuestra tener la capacidad para expresar sus
sentimientos con claridad a los otros, lo que impide que salgan de su
aislamiento. Y todo lo que se mueve dentro de ellos se adivina en
un ejercicio de comprensión necesario que obliga a recolocar las piezas de sus
pensamientos. William Trevor nos da las pinceladas perfectas para pintar el
paisaje y sus colores en la imaginación.
Ni siquiera cuando por fin regresa a casa el
capitán Gault y llega el perdón, Lucy consigue abrir del todo las puertas de la
soledad que ella misma deja siempre entornadas…
“Los años de
amargas reflexiones de su hija habían creado algo propio que la había poseído mucho
tiempo atrás envolviéndola como una niebla gélida”
Lucy se conforma con vivir de los recuerdos
del amor que disfrutó durante poco tiempo; un amor que rechaza para no
arrastrarlo a su mundo privado, solitario y en paz, del que no se esforzará
en salir. Su destino al final estará marcado por la compasión. Y entonces ya no será
trágico, sino elegido.
“Los
recuerdos pueden serlo todo si decidimos que lo sean… Eso queda para mí y así
lo haré.”