Como tantas veces, elegí este libro de la
estantería de la biblioteca sin pensarlo demasiado. Me atrajo el título y la
contraportada, donde se ensalza “el
magnífico debut de una escritora con enorme dominio del lenguaje, la
ambientación y los personajes.” Y tras unas pocas páginas, comprobé que las
alabanzas a la autora son bastante acertadas.
La historia atrae, en primer lugar, porque reúne
a un grupo de personajes en un territorio inhóspito: los inmensos paisajes
nevados del noreste de Canadá, aún sin explorar, donde se concentran todos los
rigores del más duro invierno. Y en segundo lugar, porque en esta novela coral,
los protagonistas son pioneros llegados a esas tierras para fundar nuevos
poblados, curtidos con la misma dureza del hielo para sobrevivir a ellas. Los
hilos que unirán la historia y a los personajes serán el asesinato de un
cazador de lobos, la desaparición de un joven, el hallazgo de una antigua
tablilla supuestamente escrita por los indios, y el robo de unas valiosas
pieles de zorro.
Con todo ello, se configura una novela donde
esos puntos de intriga parecen una excusa para mantener la atención, cuando en
realidad la autora se explaya en describir, -maravillosamente bien-, los bosques
nevados, los cielos grises y plateados del invierno y el frío intenso que
devora el entorno. Se siente de verdad ese frío a través de un lenguaje vívido
y detallista, que Stef Penney maneja a la perfección.
Del mismo modo, se siente también la capa de
hielo que recubre a los personajes. Rompiéndola a toquecitos sutiles, la autora deja ver pasiones, ambiciones,
avaricia y, sobre todo, su lucha por la supervivencia. Siempre jugándose la
vida o a punto de que todo se desmorone. Uno de los personajes lo define como “el
pánico del malabarista”.
“El pánico
del malabarista que, de pronto, se da cuenta de que tiene demasiadas bolas en
el aire y comprende que el desastre y la consiguiente humillación son
inminentes…”
La protagonista es la señora Ross, una mujer
que jamás ha conocido el calor en su familia ni en su vida, y que parte junto a
un hermético y curtido rastreador en busca de su hijo desaparecido. Esta mujer,
desposeída de su infancia en un manicomio, es la mejor representación de cómo
se puede asimilar con aparente indiferencia una vida desgraciada, sin tener la confianza ni el cariño de
nadie:
“Llorar no sirve de nada; es como si pensaras
que alguien te estará mirando y se apiadara de ti, lo que implica que supones
que podrá ayudarte… y yo descubrí muy pronto que no es así”
En su camino junto al rastreador y en sus
noches en el bosque, rodeados de la presencia de los lobos, ella descubre
aromas evocadores de lo mejor que queda entre sus recuerdos y que aspira de
nuevo en la piel del hombre que la acompaña. “Olía a vida…” Y en esa piel, también está el calor que a ella se
le ha negado desde siempre, el único deseo que necesita:
“Si fueran a
concederme un deseo, pediría que esta noche no terminara… Con tal de que yo
pueda estar así, rozando con los labios un triángulo de piel cálida para que él
sienta mi aliento. No merezco que se me concedan mis deseos, pero lo cierto es
que poco importa si lo merezco o no…”
La ternura es el calor humano que a ella y al
resto de personajes les falta, y que les faltará allá donde vayan, en un futuro
abierto e incierto. En toda la historia, de muchas maneras, está presente “el dolor de la memoria”, la forma en
que los indios definen la imposibilidad de domesticar a un lobo o a cualquier
animal salvaje, porque “siempre recuerda
de dónde viene y algún día querrá volver.”
Una hermosa novela para leer, eso sí, bien
protegidos bajo una manta, junto al
fuego de una chimenea o, mejor, con un brazo cálido alrededor.