martes, 19 de noviembre de 2013

"La ternura de los lobos" de Stef Penney




Como tantas veces, elegí este libro de la estantería de la biblioteca sin pensarlo demasiado. Me atrajo el título y la contraportada, donde se ensalza “el magnífico debut de una escritora con enorme dominio del lenguaje, la ambientación y los personajes.” Y tras unas pocas páginas, comprobé que las alabanzas a la autora son bastante acertadas.

La historia atrae, en primer lugar, porque reúne a un grupo de personajes en un territorio inhóspito: los inmensos paisajes nevados del noreste de Canadá, aún sin explorar, donde se concentran todos los rigores del más duro invierno. Y en segundo lugar, porque en esta novela coral, los protagonistas son pioneros llegados a esas tierras para fundar nuevos poblados, curtidos con la misma dureza del hielo para sobrevivir a ellas. Los hilos que unirán la historia y a los personajes serán el asesinato de un cazador de lobos, la desaparición de un joven, el hallazgo de una antigua tablilla supuestamente escrita por los indios, y el robo de unas valiosas pieles de zorro.  

Con todo ello, se configura una novela donde esos puntos de intriga parecen una excusa para mantener la atención, cuando en realidad la autora se explaya en describir, -maravillosamente bien-, los bosques nevados, los cielos grises y plateados del invierno y el frío intenso que devora el entorno. Se siente de verdad ese frío a través de un lenguaje vívido y detallista, que Stef Penney maneja a la perfección.

Del mismo modo, se siente también la capa de hielo que recubre a los personajes. Rompiéndola a toquecitos sutiles, la autora deja ver pasiones, ambiciones, avaricia y, sobre todo, su lucha por la supervivencia. Siempre jugándose la vida o a punto de que todo se desmorone. Uno de los personajes lo define como “el pánico del malabarista”.

“El pánico del malabarista que, de pronto, se da cuenta de que tiene demasiadas bolas en el aire y comprende que el desastre y la consiguiente humillación son inminentes…”

La protagonista es la señora Ross, una mujer que jamás ha conocido el calor en su familia ni en su vida, y que parte junto a un hermético y curtido rastreador en busca de su hijo desaparecido. Esta mujer, desposeída de su infancia en un manicomio, es la mejor representación de cómo se puede asimilar con aparente indiferencia una vida desgraciada, sin tener la confianza ni el cariño de nadie:

“Llorar no sirve de nada; es como si pensaras que alguien te estará mirando y se apiadara de ti, lo que implica que supones que podrá ayudarte… y yo descubrí muy pronto que no es así”

En su camino junto al rastreador y en sus noches en el bosque, rodeados de la presencia de los lobos, ella descubre aromas evocadores de lo mejor que queda entre sus recuerdos y que aspira de nuevo en la piel del hombre que la acompaña. “Olía a vida…” Y en esa piel, también está el calor que a ella se le ha negado desde siempre, el único deseo que necesita:

“Si fueran a concederme un deseo, pediría que esta noche no terminara… Con tal de que yo pueda estar así, rozando con los labios un triángulo de piel cálida para que él sienta mi aliento. No merezco que se me concedan mis deseos, pero lo cierto es que poco importa si lo merezco o no…”

La ternura es el calor humano que a ella y al resto de personajes les falta, y que les faltará allá donde vayan, en un futuro abierto e incierto. En toda la historia, de muchas maneras, está presente “el dolor de la memoria”, la forma en que los indios definen la imposibilidad de domesticar a un lobo o a cualquier animal salvaje, porque “siempre recuerda de dónde viene y algún día querrá volver.”

Una hermosa novela para leer, eso sí, bien protegidos bajo una manta, junto al fuego de una chimenea o, mejor, con un brazo cálido alrededor.